Toda lectura
presupone e implica enajenación. Toda escritura es a un tiempo pre-lectura y
lectura diferida. Escribir significa imaginar un lector, darle
forma y aliento. Solo así podrá más tarde el lector vivificar un texto. La
clave de estas extrañas alquimias reside en las palabras con las que se teje esa
relación secreta. Ahí estará todo: en las contadas e irrevocables palabras que
intercambien autor y lector. José Emilio Pacheco: “si leo mis poemas en público / le quito su
único sentido a la poesía: / hacer que mis palabras sean tu voz, / por un
instante al menos”.
El texto no es solo un punto de encuentro, sino
también un nexo, un tegumento que protege del hastío, del olvido, de la
indiferencia. “Poesía, cosa cordial”, escribió Machado. La poesía mira con
frecuencia ensimismada hacia adentro. Hacia el yo. Y bien está que lo haga, si
así lo desea. Pero conste que no tiene prohibido echar un vistazo de cuando en
cuando al otro, a los otros, al yo que nos abraza, saluda, consuela, ordena,
asombra, insulta o ignora.
Marineros de agua dulce será la búsqueda desnuda del otro, un paseo por el Cerro de los Locos a media tarde, un fin de semana en la Casa del Callejón de la Huerta, una antología de los derrelictos encontrados al azar en la Gran Vía de Madrid. Será: etimológicamente: "ha-de-ser".
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