Escribir es un ejercicio de
paciencia, de dosificación de fuerzas, de tenacidad. Eso creía. Con los
años he comprobado que escribir, además de todo ello, es una
demostración cotidiana de tozudez, de terquedad. Si quieres publicar,
debes ser terco. Testarudo, obstinado, pugnaz. Con frecuencia hay que
armarse de fe para seguir insistiendo. Porque la realidad te derrumba,
te carcome lentamente, con una eficacia tan demoledora que casi
prefieres olvidarlo todo de inmediato. Por fortuna a veces ocurre algo
extraño en tu interior: mientras saboreas en silencio la derrota, urdes
ya la venganza, la reacción inmediata, la estrategia con la que desafiar
al cansancio y a la lógica.
Escribir es un ejercicio de obstinación insensata. Particularmente en
esa fase en la que ya no tienes nada que escribir (o eso crees), pero la
tarea de la escritura se enfrenta a su momento decisivo: saber si
alguien quiere publicar tu historia. Si entonces te fallan la testarudez
y el empecinamiento, acabarás claudicando como tantos y tantos otros.
Claudicar, sucumbir, aceptar el fracaso. Eso es lo que puede acabar
ocurriendo si te resignas a ser ponderado y juicioso.
Quedas avisado.